martes, 22 de febrero de 2011

Y enconces te juro que me muero de hambre.




 Para mí un buen literato tenía que pasar hambre. No sólo hambre de esa de rugidos y vacíos en el estómago, que también. Si no Hambre, el nombre propio. Para mí la poesía tenía que tener el alma hambrienta, hambrienta de todo, sin llegar a saciarse nunca. Tenía que tener las ganas llenas de cosas que no existen, de mentiras, de verdades, de música y de puestas de sol. Y tenía que estrellarse y vivir alucinado en una ignorancia cándida. Y al mismo tiempo ser un animal cínico y cruel, crudo y despiadado: real. Reinventar, mentir para decir la verdad. Caminar por la cuerda floja, a eso quería llegar. Locura gratuita. Para inventarlo todo, las posibilidades son infinitas. Ver las cosas y rozarlas con los dedos, para sentir su tacto, su textura, sin poder asirlo jamás, para la próxima vez acariciarlas con más fuerza, con ese ansia devoradora, esa pasión de carroña, impura, con rabia.

Yo me despierto a medio amanecer, junto a ella, la Yo que veo desde fuera antes de sacudirme las legañas de encima. Cuando el sol aún lánguido y perezoso a penas se cuela por las rejillas de las lamas y dibujan en su piel lunares de bronce. Pero "ella" nunca llega a despertar del todo y yo tengo que guiarla a empujones. Y entonces te juro que me muero de Hambre.

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